Si cuando me toque decir hasta luego Lucas no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no colabora espontáneamente en el asunto, o el Alzheimer no permite que me acuerde de dónde está el gatillo de la pistola, y por mi mala estrella termino en un hospital, con las limpiadoras afiliadas a Comisiones Obreras –las del folleto feminista del otro día– pisándome el tubo del oxígeno, háganme un favor. No es lo mismo acortar la vida que acortar la agonía, así que no me fastidien. Tampoco vengan a darme la murga con gorigoris, velitas encendidas y pazguatos arrodillados en la acera con los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que mi vida es sagrada. Mi vida –lo dice el propietario titular– no es más sagrada que la de mi labrador Mordaunt o la de los millones de seres humanos que, como el resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo cochambroso a lo largo de los siglos y la Historia, y seguirán pasando. A ver quién puñetas se han creído que somos. Por eso, el médico que, con mi consentimiento o el de los míos, decida aliviarme el trayecto ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será un asesino, sino un amigo. Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a mí permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo.
Los que hemos tenido la desgracia de ver morir a un ser querido sufriendo lo indecible no podemos estar más de acuerdo. Y no dejar morir tranquilo a alguien es mantenerlo 17 años conectado a una máquina que le da de comer. En este caso sólo hay una opinión posible, la de la persona titular. Si esta decide que quiere irse (o lo ha dejado escrito) no hay más que hablar. Mi vida me pertenece, exclusivamente a mí, y tengo todo el derecho del mundo a ponerle fin. Cuando se usa este argumento se contesta "entonces que, dejamos a la gente que se suicide?" Pues sí, obviamente. Vuelvo a repetir que tu vida es tuya, y debes ser consciente que hay sólo una. Si te quieres ir por la via rápida adelante, no soy quien para impedírtelo. Tú sabrás.
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